La humanidad en su conjunto ha quedado atrapada de por vida, de generación en generación, a lo largo de siglos y milenios, en un estado no natural: el estado acorazado. Podemos decir que es un estado disfuncional y patológico. Estamos enfermos, enfermos de por vida y es algo generalizado a toda la humanidad. Por tanto se trata de una plaga, de una epidemia mundial e histórica. Llevamos miles de años así, y la cosa parece empeorar con el tiempo y con la profundización de la patología, acrecentada porque los condicionantes de esta afección siguen desarrollándose, al mismo tiempo que la plaga.
Por otro lado podemos considerar el estado acorazado como un estado de cautiverio, de la cual el propio ser humano es prisionero. Nos hemos bunkerizado, hemos echado la llave y la hemos perdido. Ni siquiera solemos reconocer que estamos prisioneros de nosotros mismos y de las propias estructuras defensivas que hemos creado para defendernos.
En estas condiciones, nuestro crecimiento y despliegue natural quedan seriamente comprometidos, hasta el punto de parecer una minúscula caricatura de nosotros mismos, como un bonsái que, además, tiene síndrome de Estocolmo, porque ha olvidado su naturaleza y su coherencia interna. Se ha confundido, ha tomado a sus captores y sus argumentos por sus propias creencias y convencimientos internos. Así vivimos, y a qué precio.
La vida es movimiento, es cuerpo, es sensación, es energía, es emoción, es deseo, es contacto, es sensualidad, es sexualidad, es amor… y todo eso ha sido reprimido, tomado como dañino, o se ha normativizado e idealizado hasta el extremo de hacerlo inalcanzable o invivible en la mayor parte de los casos, cuando en realidad es y forma parte de nuestra propia naturaleza.
Recordar: Es posible volver a experimentar nuestra naturaleza salvajemente humana. Esto y más experimentamos en nuestros encuentros.